Este es un cuento que habla sobre la tradición de jugar a las «Fichas», (Damas chinas), en el Parque General Tomas Guardia, de Alajuela.

Fichas en el parque

Frente a la catedral, había unas cuantas mesas de concreto, a las que les habían pegado un tablero de 8×8. Habían sido colocadas ahí para que las personas jugaran damas chinas o ajedrez, pero los alajuelenses jugaban ahí solo y únicamente «al Tablero». Eran tantos los aficionados que llegaban a retarse entre sí, que las mesas no daban abasto. Así que los señores, en su mayoría pensionados, comenzaron a dibujar tableros con pilots en el centro de las bancas. Como fichas usaban las chapas que traen las botellas de vidrio. Eran las que recogían en la cantina: Zanzi Bar, de Don Rafael Ángel Murillo.

—Guárdele todas esas chapitas a ese montón de fiebres sin oficio del parque… —le decía Don Rafa a su hijo, mientras llenaba bolsas plásticas con ellas.

El muchachito, más vivo que el hambre, empezó a vender las chapas a cinco colones cada una. Al principio la gente se quejó, pero renegando y todo, igual las compraban. Los otros bares del parque se sumaron a la idea y empezaron a venderlas también.

Los pensionados y jugadores las buscaban en puños, pues tenían la costumbre de que el ganador de cada partida se quedara con todas las chapas del contrincante. Era por esto que los más malos, eran los que se quedaban sin nada y tenían que regresar al bar a comprar más. Por el contrario, los más buenos tenían bolsas llenas en la casa, como un botín de guerra que de vez en cuando las esposas les botaban para que no estorbaran.

Una noche, Don Rafa encontró cinco chanchos de barro llenos hasta el tope de monedillas. Con sorpresa y orgullo, llamó a su hijo a la trastienda.

—¿Muchacho, de dónde sacó usted todo ese menudo?
—Vendiendo las chapitas a cinco pesos. La gente paga feliz. Hasta traen las monedas contadas.—¡Vea usted qué diablo más avispado! —le dijo, sosteniendo uno de los chanchos—. Le vamos a subir el precio a diez colones. Así no sienten tanto el bombazo cuando las ponga a veinticinco.

Durante días, entre la gente del parque, las cantinas y hasta en los negocios alrededor del mercado se había empezado a murmurar algo. Los alajuelenses se hacían la misma pregunta: «¿Quién era el mejor jugando al Tablero?».

No pasaba un día sin que se mencionaran nombres en las bancas del parque o en la fila del banco. Darío, un tipo jetón y rubio que siempre andaba en el parque poniéndole apodos a todo el mundo, andaba carboneando los ánimos:

—Don Manuel es un pipa. Ese viejo se puso unas pollerías e hizo plata como un animal. Ese viejo tiene mucha cabeza, ¿por qué creen que le dicen el Patrón? —decía atrayendo oyentes curiosos.
—¿Y el otro que dicen que también es muy bueno? —preguntaban algunos.
—Ah, ese no tiene nombre, o al menos nadie lo conoce. Le dicen el Monstruo de las fichas, yo lo bauticé, pero ya él responde cuando le dicen así. Ese mae no llega siempre, por ahí anda recogiendo latas y reciclaje por todo lado, pero cuando le da por sentarse frente a un tablero nadie lo para.

Ambos hombres, el Monstruo y don Manuel, habían evitado cruzar caminos, pero todos sabían que ese duelo era inevitable.

Así corrieron los rumores, llegando a oídos de ambos hombres. Ninguno decía nada. Se limitaban a escuchar serios como los otros les intentaban meter carbón para que terminaran retándose.

El Monstruo llegó una tarde calurosa de marzo. Cruzó el parque dando pisadas fuertes frente a la catedral. Todos guardaron silencio al verlo llegar. Venía cargando una bolsa llena de reciclaje al hombro. Don Manuel, que estaba a medio juego, levantó su sombrero vaquero y bajó sus lentes oscuros para mirar a los ojos a esa promesa de contrincante. La tensión se amontonó sobre ellos.

Recostó su saco a la verja baja que rodea las jardineras de los árboles de mango. Martín, que estaba jugando contra Don Manuel, entendió y se levantó de inmediato. Barrió las chapas con la mano y declaró:

—Yo me rindo. Siéntese, compa. No voy a ser yo quien interrumpa un enfrentamiento entre ustedes.

Don Manuel, todavía con el sombrero ladeado, se reacomodó los lentes y con la voz muy cordial le dijo:

—¿Está usted de acuerdo?
—¡Por supuesto! Vine solo porque me dijeron que usted estaba aquí —dijo sentándose sin prisa.

Ambos comenzaron a repartir y acomodar las fichas. La tradición dictaba que el jugador con más victorias, era quien usaba las chapas con los dientes para arriba. Al ser ambos invictos pudo haber una discordia, sin embargo esos hombres ni discutieron, don Manuel las puso sin preguntar como si fueran coronas dentadas y el monstruo las puso sin renegar para abajo. Un sol irradiante y radiactivo sometía todo el parque y un calor vaporoso aturdía sus sentidos. Los espectadores acaparaban y se peleaban por las sombras.

Manuel, con el porte de quien está acostumbrado a ganar, se zafó un par de botones de la camisa y con decisión tomó una chapa roja con sus toscos dedos. La levantó en el aire y poniéndola contra el cielo incendiado tapó con ella el sol. Antes de colocarla de nuevo en el tablero, dijo:

—Ya ves, Mario, cómo pasa el tiempo… tanto que hasta el sol de la ciudad ha cambiado.

Todo el mundo se miró extrañado, sin saber por qué le había llamado Mario con tanta seguridad y con tanta confianza. Darío empezaba a armar teorías en su cabeza.

El monstruo no tenía tanto porte como Manuel. Su figura era más desgarbada, algo frágil. Pasó su mano envuelta en lana por su pelo ralo y despeinado. Se abanicó con su camisa en un intento desesperado por refrescarse, una camisa que alguna vez fue negra y que tenía más memorias que tela. Sin levantar la mirada tomó una chapa verde, de las de fresca y la hizo saltar sin drama ni gloria.

Darío, incapaz de contenerse, se acomodó más cerca, listo para alimentar su fama de narrador del parque.

—¡Ahora sí, papá! Vamos a ver quién es el más bravo de las chapas.

Tenía una boca enorme, desproporcionada, y una sonrisa permanente que no era para nada voluntaria, pues sus prominentes dientes nunca le permitían cerrar la boca del todo. Pero esos mismos dientes hacían que su voz resonara y espantará a las ardillas.

—Vean, vean… —continuó Darío, señalando el tablero—. Se fue directo a la esquina con esa chapa de kolita y se comió tres de golpe. ¡Todavía tienen tiempo de apostar, dos turnos más y cierro apuestas, señores!

La gente se acercaba. Le decían algo en el oído y él apuntaba en una libreta celeste. Don Manuel movió la ficha y un movimiento inesperado hizo que todo el grupo soltara en coro un «¡Oooh!», llevándose cinco fichas de un solo.

—¡Qué barbarazo, mae! Ese viejo mañoso.

Ninguno de ellos reaccionaba a las ocurrencias del público. Seguían concentrados en leer el tablero. Sus manos rápidas ponían a saltar las fichas, devorándose entre sí y coronándose de vez en cuando. Los murmullos iban y venían como las olas de esa playa fantasma, que Alajuela no tiene, pero que por alguna razón siente por ahí.

—¡Cierro apuestas! ¡Ya no hay tiempo! Quien se animó, se animó —sentenció Darío.

Felipe, como si fuera el comentarista invitado, se animó a decir en voz alta a todos:

—Don Manuel juega más fino, papá. Esto se lo lleva. Me va a hacer ganarme una plática.

Don Manuel seguía ignorándolos, agarrando una y otra vez las fichas multicolor, moviéndolas. El monstruo, mirando el tablero veía más allá del presente. Veía cuatro o cinco movimientos por delante.
Saltaron dos fichas devoradas unas por otras, llenando el cementerio. El público ahogaba sus gritos y contenía el aliento. Les gustaba escuchar como las fichas caían con ese sonidito peculiar que produce la lata.

—Algo me decía que hoy te iba a ganar —dijo el monstruo, moviendo una ficha.

Don Manuel apenas levantó la ceja.

—Qué risa Mario, ¡cómo te ilusionas!

Todos los presentes se sorprendieron al ver que don Manuel había llamado Mario, al monstruo. Entre ellos se armó un cuchicheo de teorías, pero de algo estaban seguros: sí era su verdadero nombre, pues en lugar de contradecirlo se acomodó sin prisa y le respondió:

—Manuelito, se te va a acabar el invicto. Ya iba siendo hora.
—¡Jajaja!, ¿siempre le dolió, verdad? Que nunca me haya podido ganar ni una vez. Desde que nos enseñaron a jugar yo siempre fui más avispado.

El calor entre ellos se hizo todavía más brutal cuando Mario respondió:

—Aparte de ser más avispado, es todavía más puñal… —un «¡Oooh»! Impertinente se coreó entre el público. El monstruo al decirlo coronó su honra y su ficha al mismo tiempo. La victoria brilló rabiosa en los ojos de Mario.

Los ojos de todos estaban sobre ellos, jugando a adivinar la historia oculta entre los dos.

—No sé qué esperabas, Manuelito —dijo Mario, levantándose de la silla, con la cara más seria que nunca
—Usted me ganaba porque me faltaba madurar, pero ya que los dos somos viejos, se empareja la cosa.
—Mario… —dijo con voz baja—. Espero que también haya madurado lo suficiente como para perdonar un error de carajillo. ¿Por qué no me aceptás una cerveza?

Mario lo miró fijamente mientras recordaba algo con un sabor amargo en la boca.

—No, Manuelito. No te hagás el tonto. No te equivoqués. Yo no vengo a perdonar a ningún malagradecido. Lo hice porque no quería irme a la tumba sin ganarte, aunque fuera una vez.

Don Manuel quedó con la sensación de haber perdido mucho más que un simple juego. Nadie sabe con qué fundamentos, Darío se encargó de correr el rumor de que su héroe: don Manuel, se había dejado ganar para que le perdonaran que le robara la esposa al Mario, pero a ese jetón no hay que creerle mucho de lo que dice.