Este martes recibimos la noticia del fallecimiento del novelista costarricense José León Sánchez,
quien deja su huella no solo en los corazones de sus lectores, sino además en la historia de la
literatura nacional e internacional.
En homenaje, memoria y agradecimiento a él, a su persona y a su constante ayuda, apoyo y
colaboración a autores jóvenes y emergentes, les presentamos este capítulo de la novela: «Pájaros
de ciudad», donde el autor, Steven Cubillo, narra la primera vez que lo conoció y toda la ayuda y
humanidad que recibió de su parte:

Un sueño cumpliendo otro sueño


Había llegado media hora antes y me encontraba vacilante frente a un portón bajo y antiguo. Me
preguntaba si debía tocar el timbre o esperar a que fuera la hora acordada. Mientras decidía me
entretuve apreciando su jardín, en donde gardenias y jazmines competían entre ellas con su
blancura, coronando arbustos y setos. Mi vista luego se dedicó a inspeccionar una pequeña y
elegante fuente en medio del vergel, en la que un regordete ángel de concreto dispensaba de su
boca un chorro agua que caía a presión sobre rollizos peces de bigotes graciosos que, con un gusto
casi infantil, asomaban sus luminosos lomos a la superficie. La puerta del hogar se abrió y sobre el
portal asomó a quien tanto anhelaba ver:


—Amable Bastián, bienvenido a mi morada. Pasa —me dijo descubriéndome, mientras yo moría
de vergüenza por haber sido atrapado llegando demasiado temprano. Abrí el pretil de hierro del
pequeño portón y entré, intentando con todas mis fuerzas que no notara mis nervios. Le seguí por
un pasadizo sin puertas y mientras lo hacía le noté más bajo de lo que aparentaba en televisión,
contrastando su estatura con su poderosa voz de gigante. Fuimos a dar a un patio con un jardín de
tabacones brillantes por el sereno de la noche anterior, y tomamos asiento en una mesa,
quedando uno frente al otro.


Sus ojos cansados se escondían detrás de los dos ingentes cristales de sus anteojos, mismos que se
sostenían sobre su achatada nariz. Creía conocer su vida por las muchas biografías y reportajes
que había visto y leído sobre él y su carrera de escritor, pero ahora que lo tenía al frente entendí
que mi única ventaja era que conocía su dolor.


—¿Tomas licor? —preguntó y yo asentí creyendo por la elegancia de su hogar que me ofrecería
una copa de algún ostentoso vino, pero para mí beneficio y sorpresa sacó una botella de tequila.


—Este tequila fue envejecido seis años en barricas de roble, lo traje de México —decía con su voz
firme que distaba mucho de sus vibrantes manos que con mucha dificultad servían un shot.


—¿Extrañas México? —pregunté consciente de que había sido su hogar durante muchos años.


—Lo extraño muchísimo, Bastián —dijo sincerándose sin problema—. Cuando Costa Rica mataba
de hambre a mí y a mi familia, México nos alimentó y educó.


—¿Crees que es muy necesario migrar para ser artista? —pregunté con sinceridad, pues tenía ya
varios años considerando esta posibilidad, y él con su voz en tono de sentencia proclamó.

—En Costa Rica hay un problema… los ticos necesitan que un artista sea aprobado en el exterior
para luego de su regreso poder valorarlo.


—Lo he notado, pero… ¿por qué pasa esto?


—Amable Bastián, a nuestros compatriotas les han achicado tanto la autoestima que no se sienten
capaces de juzgar por ellos mismos… Yo por ejemplo tuve que demostrar mi talento en México
para luego ser respetado acá. Mira el caso de Chavela Vargas, hay muchos ejemplos más.


Sus palabras estaban teñidas de fatalidad. Mientras hablábamos puse atención a su avejentado
rostro con manchas de sol: sus ojos estaban enraizados por enrojecidos vasos sanguíneos y su
rasposo bigote blanco se mantenía inanimado a pesar de la movilidad de su boca. Sin darnos
cuenta saltamos de tema en tema.


Me contó sobre su infancia indecorosa en una reserva indígena, sobre las anécdotas de sus
primeros días en México, sobre lo mucho que admiraba a los escritores Carlos Fuentes, Juan Rulfo
y Carlos Luis Fallas. Mis respuestas, aunque tímidas, parecían acercarnos, pues éramos prójimos
de un pasado de escasez del que yo aún no salía, hasta que pronunció:


—Mi primer libro lo escribí en trozos de papel de sacos de cemento que juntaba de la basura, en
ese tiempo cuando no había olvidado cómo llorar.


—¿Ya no lloras?


—Prometí olvidar como llorar desde que me devolvieron mi libertad, aunque a veces lo que olvido
es la promesa. Guardó silencio y rellenó con tequila nuestros vasos con una torpeza irremediable
mientras recordaba, pero ese recuerdo parecía enfurecerlo porque, al colocar la botella en la
mesa, tuvo un arrebato de ira y con enojo desabrochó los botones superiores de su camisa y me
mostró en su pecho una cicatriz en forma de estrella:


—¿Ves esta cicatriz? Yo no merecía esa bala, no la merecía y mucho menos tantos años de
encierro… ¡Solo anhelaba ser libre! —En sus palabras se podía identificar una ira terrible,
intensificada al ver cómo se impactaba con el puño sobre la herida, como si odiara ese trozo de su
cuerpo—. En el momento en que esa bala abrió mi carne comenzó la época más amarga de mi
vida.


Una vez se sosegó bebió su trago sin arrugar el gesto y se sirvió otro. Con brusquedad lo elevó y
brindó:


—¡Por la vida, carajo!


Yo tenía el shot aún lleno, así que le acompañé y me sentí mal por alegrarme ante el inimaginable
milagro de tener tanta intimidad con mi héroe literario. Aunque no fui tan iluso como para creer
que habíamos entablado una amistad.


Él me mostraba la corteza de un deshojado árbol que a pesar de las miserias se había mantenido
siempre de pie y con un digno carácter seguía regalando flores con la vitalidad que aún le
quedaba. Yo sabía que debajo de esa coraza había un alma de poeta, afinada por el dolor. Cada
palabra de su boca era un abrazo paternal.

—¡Leí tu libro! —dijo cambiando de manera drástica el tema, seguido de un silencio intraducible.


—¿Qué te pareció? —pregunté, consciente de que su respuesta determinaría si tiraba mi sueño de
ser escritor a la basura o sí continuaba luchando.


—Amable Bastián, me ilusiona que no te conformes con hacer una literatura que cumpla
requisitos estilísticos y técnicos, sino que además con tu sensibilidad consigues que cada texto
tenga un propósito dedicado a la humanidad. Me sentí como un peón derrotando a todos los
reyes del mundo a la vez y una lágrima de orgullo quiso asomar, pero me contuve haciendo
malabares con todas mis emociones. Aunque también estaba consciente de que quizá me decía lo
que me convenía escuchar para, ahora sí, sacar lo mejor de mí.


—¿Algún consejo? —pregunté dispuesto a obedecerlo.


—Debes de estar agradecido con el origen de tu dolor, pero no aferrarte demasiado a él… Tienes
que hacer unas cuantas treguas con el ego. Escribe para explorarte y jamás intentes comprender el
arte, sino te volverás loco; confórmate con servirle.


—A veces siento que no sé hacia dónde voy con mis novelas.


—Si sientes eso es que vas por buen camino. No se escribe para decir algo, se escribe para
encontrar algo. Si como escritor sabes de antemano lo que vas a encontrar con tu obra, entonces,
¿para qué malgastar el esfuerzo? Si escribes para que los otros piensen como tú o para
impresionarlos, lo estás haciendo mal. Eso no es una novela, no sé si será un panfleto político o un
reporte de historia, pero no tienes el derecho de llamarlo novela. Quien escribe no debe enseñar,
debe explorar.


—¿Qué debo explorar? —Tú mayor duda, lo que siempre has querido entender, pero ni la ciencia,
ni la filosofía te han sabido explicar. Explorar la vida misma y todos los conceptos humanos que
hemos creado para nuestro entretenimiento. ¿No tienes algo que quieras entender, pero no has
encontrado cómo?


—La esencia de las cosas, en especial la esencia humana —dije con timidez. —Es un ejemplo
maravilloso. ¿Qué dudas te surgen sobre eso?


—Me intriga saber que soy yo realmente y que es un agregado. También me pregunto: ¿Los
animales, las cosas y el universo tienen su propia esencia, o es la misma que se cola en nosotros y
nos impulsa como individuos?


—Bueno, pues eso es lo que debes explorar: tus dudas. Debes entender a la novela como un
telescopio, un aparato gigantesco que es propiedad de la humanidad y pides prestado para poner
algo que te interese diseccionar bajo su poderosísima lupa.


—¿Una lupa? —Sí, una lupa que puede ver lo más gigantesco, pero también lo más pequeño. Una
lupa que simula la vida, pero a su vez no se limita con la visión de la realidad, sino que también
observa la postura del mundo de los sueños, mostrando la supra realidad en la que vivimos. No
tienes idea de todo lo que aclararas al usar este lente, aunque te advierto que serán más las dudas
que surgirán en el proceso que las respuestas obtenidas. Pero créeme, no te arrepentirás.


—¿Crees que lo que escribí pueda ser publicado?

—Creo que lo merece. Pero estoy seguro de que no será tu mayor obra.

—Ojalá las editoriales del país pensaran lo mismo, llevo meses intentando publicarlo.


—De eso también te quería hablar. Se lo envié a un amigo editor y le dije que yo te recomendaba y
apadrinaría en todo. Apenas ha leído la mitad, pero le ha encantado; quiere publicarlo.


Brindamos por última vez para celebrar.

Autor: Steven Cubillo