La casa de adobe se levantaba en la última colina del pueblo, bajo la sombra de dos inmensos higuerones, lo que la hacía lucir silenciosa, protegido del ardiente sol de la tarde. Don Ulpiano dormitaba pensativo en su vieja mecedora de mimbre esperando que doña Leticia –su esposa– terminara de hornear el tamal de maíz que solía preparar los jueves por la tarde. Trataba de distraerse de sus meditaciones, escuchando el inocente piar de los pollos que habían nacido apenas el día anterior, pero las preocupaciones danzaban como huracanes asustados dentro de su pecho y él pensaba y pensaba hasta que un delicioso olor a café recién chorreado lo sacó de sus ensoñaciones. 

–Tenga negro: un tamalito y un café. –dijo doña Leticia mientras le ofrecía.

Él agradeció con un gesto, llevó un bocado a su boca que acompañó con un sorbo del humeante café, hasta que una duda escapó de su boca:

-Negra, ¿en qué momento envejecimos tanto?

–Mi tata decía que la vida es un brinco… -Al decir esto se frotó sus manitas blancas como la leche y el sol que se colaba por la ventana resaltó las quemadas de toda una vida frente al comal.

–Negra –dijo don Ulpiano dando un segundo bocado– usted cree que si voy a la finca de los Robles me den alguna chamba.

–Que ocurrencias las suyas… ya usted trabajó mucho, dedíquese a descansar, que como usted ya dijo, estamos viejos.

–Pero… –Guardó silencio para dar un extendido trago al café y continuó– es que me siento inútil aquí sentado todo el día, nos urge pagar la hipoteca mañana, si no nos quitan la casita y yo no voy a permitir que ningún banquero me saque de la casa como si fuera un perro.

–Ya los chiquillos están viendo a ver cómo nos mandan la platica, no se me estrese que nunca nos han dejado solos.

Su señora se acercó al ver que esto no lo tranquilizaba, le acarició el hombro como siempre solía hacerlo cuando quería darle fuerza… él, acostumbrado a no mostrar debilidad, detuvo un sollozo de flaqueza y solo le tomó la mano en signo de cariño y ambos se obsequiaron una tierna mirada de ojos cansados. Él llevó su mano al rostro de su dama y le pareció igual de bonito que el primer día, hasta que después de cuatro secos golpeteos, sonó una voz tras el portal: 

-¡Don Ulpianooo!

Desacostumbrado a recibir visitas se levantó con un paso pesado y abrió la chillante puerta para toparse la sonrisa chimuela de un viejo amigo:

–¿Qué hace aquí mi amigo Juan? –Dijo sonriendo don Ulpiano.

Se dieron un apretón de mano que duró varios segundos. Don Ulpiano vio cómo su amigo se veía mucho mayor que él, pero mantenía esos ojos alegres y joviales que siempre tuvo. 

–¿Qué lo trae por aquí?

–La verdad vengo a ofrecerle una chambita… compré un caballo chúcaro… Nunca había visto un caballo tan mañoso y ningún chiquillo del pueblo me lo ha podido domar, así que vengo aquí donde usted para que con su experiencia me lo adiestre. 

–¿Y si lo castra?

–No, ¡Dios guarde! Lo necesito garacho para sacarle la cría.

–Ay don Juan… ¿acaso no ve que ya estoy viejo?

–Lo sé… pero eso es pura maña, además… Nunca he conocido un domador como usted don Ulpiano, se acuerda cuando estábamos carajillos, usted domaba todos los caballos del pueblo y después nos íbamos a echar un tapis, con Lucho y con López para celebrar.

–¿Se acuerda? –Dijo con nostalgia, como si esa frase lo hubiera transportado a esos tiempos de gloria– siempre andábamos los cuatro trabajando, enamorando muchachas y celebrando.

–Anímate y reviví esos tiempos de gloria. Además estoy dispuesto a pagarle buen dinero.

Tan solo podía pensar en que esa plata le ayudaría a pagar la deuda de la hipoteca, así que decidido contestó:

–Sé que a la doña no le va a gustar para nada, pero de verdad ocupo el dinero, vamos. 

Don Ulpiano sintió una enorme ilusión de volver a domar una bestia, eso era lo que necesitaba para sentirse vivaz de nuevo, se sacudió las dudas y entró a la casa, se encontró a doña Leticia comiendo en la mecedora mientras veía la novela, se veía hermosa en un vestido amarillo.

–¿Quién era? –preguntó sin quitar la mirada del televisor.

–Era mi amigo Juan Ureña, para que lo ayude a escoger unos toros en una subasta, me va a dar una platita por el favor. –Mintió a sabiendas que su esposa no le permitiría montar un caballo chúcaro. 

Ella se levantó, le dibujó una cruz sobre su frente y le abrazó mientras decía: 

–Que la virgen me lo acompañe. 

Partieron a caballo por el trillo de la finca hasta llegar al pueblo, tenía varios meses de no visitarlo, pero por alguna razón lo notó más colorido, mientras pasaba a trote lento llegaba a sus oídos el murmullo de los más adultos contándoles a los jóvenes:

–Ese es don Ulpiano, no hay caballo que ese señor no dome. 

Esas palabras hicieron que sintiera sobre su espalda la tensión de mantener su leyenda y no decepcionar a las nuevas generaciones de domadores. Seguía con su mirada fija hacia adelante, fingiendo no escuchar, hasta que llegó a los corrales. Bajaron y fueron directo a ver el equino. Sintió un espasmo al ver un animal de tantas dimensiones.

–¿Cómo se llama? –Preguntó.

–El diablo nunca duerme, pero de cariño le dicen el Diablo. –Le contestaron. 

Tragó grueso, la bestia se veía enorme, era de un color gris tiniebla, escamoteado con tonos oscuros. Pero lo que realmente le hizo temer fue ver sus ojos negro–rojizo, dilatados de furia. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no devolverse como un “cachiflín” para la casa, susurró: “Ay tatica Dios, en qué momento me metí en esta bronca”.

Recuperándose de la impresión y con un tono de seguridad que le sorprendió, dijo:

–Que me lo ensillen, que hoy mismo lo adiestramos. 

Uno a uno se acercaban al corral los habitantes del pueblo para presenciar el espectáculo y eso le hizo sentir todavía más nervioso, su boca se volvía árida y para su sorpresa vio como don Mario recogía dinero de los recién llegados, «¿Por qué ese viejo carebarro andará recogiendo plata?» Se preguntó. 

Don Mario era un adulto mayor con aspecto perspicaz y ojos algo parecidos a los de un zopilote, dejó de preocuparse por eso cuando entre el gentío vio juntos a sus tres amigos de la juventud; Juan, Lucho y López; estaban conversando entre ellos, al mirarlos juntos se le llenó el corazón de recuerdos, quiso saludarlos, pero estaba tan nervioso que prefirió no acercarse para que no notaran como le temblaban las piernas. 

Aprovechando que ellos no se habían enterado de que él los observaba se permitió analizarlos detenidamente, los percibió viejos, maltratados y entendió que el tiempo cobra todas las aventuras de la vida. Lucho por ejemplo tenía la cabeza repleta de canas, se encontraba exageradamente gordo, al punto de que sus prominentes y rosadas mejillas apenas dejaban ver la rayita de sus ojos. López por el contrario estaba muy delgado, se le veía algo enfermo y jorobado, se sostenía temblando en su viejo bastón de carey; se reían a carcajadas susurrando bromas.

De repente vio a los tres sacar con cuidado y de manera sospechosa dinero de sus billeteras de cuero. Todo el dinero se lo dieron a Juan Ureña que lo empiló en un solo rollo y con sonrisa maliciosa se acercó a don Mario para entregárselo. Este lo recogió, para contarlo cuidadosamente, dándole una atención especial a cada billete, anotó con cuidado algo en una pequeña libreta de hojas amarillas y se perdió entre la multitud donde siguió con su peculiar labor.

Intrigado por saber qué estaba pasando don Ulpiano se acercó y le preguntó a don Mario:

–¿Qué es la carajada que anda recogiendo plata?

–¿Cómo que no sabe? Estamos haciendo apuestas sobre si puede domar o no al «Diablo».

–¡Juepuña! –Contestó– que responsabilidad siento ahora después de ver lo que apostó por mí don Juan y mis otros amigos. 

Mario se rió con carcajadas maliciosas y le confesó:

–¡Ay don Ulpiano!, sus buenos amigos apostaron todo en contra suyo. Dicen que no le tienen naditica de fe. 

Guardó silencio asimilando lo que acababa de escuchar, se decepcionó y molesto sacó un puñito de billetes arrugados, era lo que había juntado para pagar la hipoteca y sin pensarlo apostó todo a su favor. Se fue convencido en demostrarle que aún era útil, que sus años de experiencia no eran en vano. Caminó hacía el caballo que estaba ya ensillado, se quedó ahí mirándolo con respeto a aquel animal salvaje que bufaba… hasta que escuchó a sus espaldas.

–Don Ulpiano, ¿está fácil verdad?

No necesitó voltear a ver para saber que era Juan Ureña quien le hablaba, con voz ronca, él contestó: 

–Dios dijo: Dios, humano y bestia. No Dios, bestia y humano. 

–Qué bueno escucharlo tan seguro, ¿entonces si lo va a montar? 

–Si don Juan, pero con una condición, que si lo domo le cambia el nombre por uno que yo elija.

Don Juan confundido soltó una carcajada, pero sin encontrar otro remedio aceptó ese capricho. Todo el pueblo estaba ahí, el corral se inundó de un profundo silencio que se rompía con algún que otro murmullo ocasional que llegaba a oídos de don Ulpiano. Estos susurros decían cosas como “si va a poder, es un mañoso” o comentarios como “No dura ni un minuto, ya está muy viejo”. 

Se acercó al «Diablo nunca duerme», este se alzó sobre sus patas traseras y viniéndosele encima intentó manotearlo con sus cascos. Don Ulpiano que ya conocía este movimiento en los caballos chúcaros aprovechó para dar un paso al lado izquierdo, dejando marcado sus botas en el arenoso suelo, en el mismo movimiento el anciano se impulsó y de un solo salto subió lomo del animal. Sintió temor, nunca había estado en un caballo tan alto, tomó la rienda y la bestia volvió a levantarse sobre sus patas y todos los presentes fotografiaron con sus pupilas la imagen de aquel anciano valeroso que se agarraba con todas sus fuerzas y con todos sus años del caballo más grande y bravío que hayan visto jamás. 

El titán quien a pesar de su tamaño aún era un potro, tensaba su prominente musculatura y se dejaba la vida en cada salto. Relinchaba y bufaba con la ira de los infiernos, lanzaba pesadas patadas al aire mientras don Ulpiano apretaba con las palmas de sus manos la soga de cabuya, aferrándose, como si se negará a morir y ante el infernal zarandeo que levantaba nubarrones de polvo rojizo, el público al fin rompió el silencio y estallaron gritos impregnados con el aliento de quien ve a su héroe librar su mayor batalla y él, ante este aclamo se sintió vivo, pero como el más grande de los caballeros, apartó el ego y se dedicó a sentir como su blanco y ralo cabello se agitaba con el viento y cerrando los ojos se concentró en ser uno con los movimientos del animal. 

Este caía al suelo e inmediatamente saltaba de nuevo entre bramidos de furia, alternándose entre las patas traseras y delanteras; contorsionando su cuerpo para botar al jinete, intentando no dejarse domar. 

Justo cuando el sol estaba casi en el ocaso, aquella bestia suspendida en el aire hizo un movimiento abrupto, que hizo al don soltar la soga y para no caer entrelazó sus dedos entre la crin oscura del animal. Los presentes observaban ante su luz naranja el caballo y su montador convertidos en una pieza, una sola sombra que se  agitaba como un majestuoso y violento ciclón. 

Todo aquel hecho que parecía eterno había sucedido en tan solo un par de minutos, y los pueblerinos les costaba creer que don Ulpiano no caía, y por el contrario parecía tener dominada la situación, aunque sudaba ríos y las estridentes caídas le lastimaban sus ya de por sí adoloridos huesos. Hasta que el caballo dio un último jadeo, como pidiendo una tregua, el anciano soltó una de sus manos y acarició con cariño su fino pelaje, el corcel dio por inercia dos pequeños saltos más, pero el cansancio le hizo quedar quieto con la respiración agitada, calmandose al sentir que le acicalaban el lomo y le susurraba una tenue voz en su oreja:

–Tranquilo, tranquilo, ahora somos uno muchacho, vos y yo ahora somos uno… me has devuelto a la vida muchacho.

Ahí se quedó un rato, hablándole al caballo y dándole instrucciones de cómo moverse. Cuando se bajó todos los presentes le aplaudieron y el corazón se le llenó de alegría. Don Mario se le acercó y le dio su pago seguido de unas palmadas en su hombro. Avanzó renqueando hasta donde estaba don Juan Ureña, junto a Lucho y a López; y le dijo:

–Don Juan, me da mi pago para irme. 

Este con un gesto agrio y notablemente molesto le dio un billete de cincuenta colones, sin decir nada… Don Ulpiano lo recibió contento, juntándolo con lo que había ganado en la apuesta. Lo guardó en su bolsillo y mirando directamente a todos sus «amigos», les dijo:

–Estimados, solo falta lo de cambiarle el nombre, ahora el caballo se va a llamar: Ángel de Dios, porque los diablos de este pueblo parecen ser otro. 

Ellos se pusieron serios entendiendo el comentario, no hicieron más que agachar la cabeza y refunfuñar. Don Ulpiano partió de regreso a su casa, cojeando y mal herido con la espalda y las caderas hechas añicos, tocó la puerta. Le recibió su dulce señora, él sin decir nada la abrazó con todas sus fuerzas. Ella feliz, pero confundida le preguntó:

–¿Qué le pasó? ¿por qué viene todo revolcado?

Don Ulpiano sonriendo a carcajadas le mostró el dinero hecho un puño entre sus manos llenas de llagas y le dijo:

–Negra, me regala otro pedacito de tamal asado y me hace un cafecito para contarle la historia. 

Autor: Steven Cubillo
Escritor
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