— ¡Ni sé dónde están las cataratas! — Piensa Taco —, esperando con un grupo de amigos el transporte que a las seis de la mañana los lleve al lindero del potrero.

— No estoy seguro — reconoció—. Creo que sí.

Para ingresar al potrero sortearon un portillo de alambre de púas, anclado entre dos postes de gavilán, revestido con musgo barba de viejo, que caía ebrio sobre el pasto cuando lo libraron del cerrojo de alambre. El límite entre potreros y bosque, difuminado por el ganado y la tala de árboles para leña, fue el escenario durante largo rato.

— Ante todo, ¡sin remedio!, seguir adelante—. Piensa Taco.

Pasada la arboleda había una suave pendiente, donde una leve brisa trajo una extraña sensación. Tres y media horas de volar pata y ni «seña» de las cataratas. Los «turriandantes» del día, reunidos con Taco en las marañas de un matorral, donde un mozote de hojas velludas y ovaladas prepara sus frutos revestidos con puntitas de puerco espín para saltar sobre la ropa y el pelo de los inocentes paseantes. Cerca de la planta esperan indicaciones del guía, igual espera el mozote.

—Equipo, debemos tomar una decisión, falta más camino de lo esperado… estoy embarcado. «¡Juemialma!», ¡llevamos más de tres horas de volar pata! ¿Seguimos o no la caminata?

Miradas interrogantes cruzaron el alto matorral hasta anidar en otras miradas, como el juego de la piedra caliente. ¡No te la dejes porque te quemas! Nadie tenía la respuesta. El silencio permitió escuchar el canto remoto de algunas aves. Cerca, las hojas de los arbustos no se movían porque la brisa, al igual que todos, esperaba la respuesta.

¡Seguimos! — gruñe un coro desafinado —.

Así, zapateando el adoquín del camino, impregnan el aliento en piedras multiformes de alguna antigua erupción volcánica. Sorteando los troncos enmohecidos de árboles derrotados por el viento, habitado por cornudos escarabajos negros; con cada resbalón tatuaban al cuerpo raspaduras y moretones, risas, llantos. Flotillas de tábanos volaban en picada, esperando atinar el filoso aguijón en los objetivos: ¡orejas, muchas orejas!

Precario, el equipo de montaña moría olvidado en el fondo de los morrales. Cargaban vasijas de entusiasmo, llenas de imágenes de cataratas, de agua libre cayendo desde lo alto, siguiendo el contorno de las rocas, de la aventura de cada gota buscando el arcoíris, del agua «desparramada» al caer en desorden sobre la poza, y de peces, y de mariposas, y de esto, y de aquello. La ensoñación energizaba las piernas y mitigaba la sed.

Nadie detuvo el paso, los vencedores levantaron la bandera de la conquista al llegar al fondo del cañón. «El espíritu de un guerrero, nunca se quiebra», reza transversal en la bandera.

¡Cosa más linda! —desahogó Taco —. Al instante, diminutas gotas de agua mojaron la cara de los visitantes, amontonaron en orden abstracto los ligeros bultos sobre una piedra semejando un animal apaleado al cual el agua salpicaba la lengua.

¡Sé nos olvidó todo! —musitó Taco—. El grupo mojaba los pies en las pocitas para medir el frio, y «chupulún» las piedras resbalosas tiraban de los pies desprevenidos para caer «como un sapo» o mejor «como un ayote» en el agua fría. Hubo risas, «guerras de agua», chapuzones olímpicos que un jurado improvisado calificaba con diez…, unos se atrevían a pararse debajo de la caída del agua, otros por allá sentados sobre las piedras…

La Roca dejaba caer estruendosa una gruesa columna de agua, cual bestia mitológica que, desde la orilla, sin pensarlo, saltaba al vacío. Estiraba su cuerpo en constancia infinita hasta llegar al fondo del cañón para transformar la larguirucha forma en masa amorfa, dispuesta a encausarse de nuevo, buscando infinitos saltos hasta llegar al mar.

La Cortina, desde lo alto, baja sin despegar el cuerpo del contorno de la roca; la intención presurosa de asirse a las grietas y aristas desprende guijarros que caen como pequeñas aves al vacío. Así baja al fondo y se pierde sigilosa por los recodos del cauce.

Las cataratas sin interés de posar, más apuradas con su aventura de viajar río abajo, dejaron a los intrusos lavar su cansancio en las pocitas frescas y claras de las orillas.

«Debemos regresar —pensó Taco — es tarde». A lo lejos, sobre el horizonte, el sol con una «risita» bajaba despacio y callado por el borde de un arcoíris.

— Compañeros, ¡cinco minutos para el regreso!

— Recojan la basura, revisen que no queden bultos y ropa tirada.

— La subida es dura, muy dura.

— Siempre en el sendero, al ritmo de cada uno. Cuidado con las ramas.

El decálogo con recomendaciones estaba claro, lo oscuro seria la noche que los alcanzaría a medio camino debido a la improvisada previsión de linternas.

Lo caminantes en franca de fila india, dejan moldes de zapato en la tierra suelta; la retorcida longitud del «trepón» extenuaba a los valientes, en los altos escalones morían los pasos al estrellar la punta del zapato en las raíces expuestas. La deshidratación y la tensión muscular de las piernas, acomodó particularmente en las pantorrillas, terribles «temblorinas», estirones y bultos duros como piedras debajo de la piel. Durante la interminable subida, el guía arrastraba las piernas, en los escalones apoyaba la rodilla a como pudiera y asía toda raíz al alcance; luego, toda ramita endeble, considerada un estorbo en un sendero, en alianza absoluta, lo ayudaba a ponerse de pie. Así, un fardo de impotencia lo aplastó en el siguiente escalón, como un tronco derribado por un rayo, durante un instante fue poste de madero negro, de esos antiguos, clavados en las cercas de los potreros. Sumado al cansancio, acude tal piara de jabalíes a morder con sus violentos hocicos, la extensión muscular en las pantorrillas de Taco.

Con ambas manos masajeo los músculos adoloridos de las piernas, ¡ay Dios mío que dolor!, con la mano derecha barrió el escalón que servía de asiento tirando al lado piedras y ramitas pequeñas. Fijo la atención en un cordón rojizo cerca de la muñeca de la mano derecha, ¡malditas hormigas! tras de «entiesado» mordido por hormigas negras. Dejó la quejadera y paso a revisar la herida, no era transversal ni longitudinal, parecía un aguijón clavado por un alacrán, ¡vaya brinco, que dolor! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Revisó en detalle, nada de alacrán. Buscó otras fuentes de tal agresión: espinas del pejibaye, ninguna; tronco de poro, ninguno. Sin remedio, ocupo de nuevo el nido y alzo el brazo a contra luz, para observar si había aguijón o astilla responsable de la tal agresión. Bajo el brazo, ¡ay Dios mío! el bichejo mordió de nuevo, en el mismo lugar, con más saña. Levantó nuevamente el brazo a contra luz, para identificar que la «esclava» mordía con voracidad a la altura de la muñeca, la herida, la voluntad, el enojo.

— Soy una persona optimista — dijo.

Al menos soy yo, sentado en la madre tierra, no un robusto cedro talado por una motosierra, o un milenario ceibo. —Reflexionó.

— ¡Quiero subir con mis recursos!, ¿puedo subir con mis recursos?, ¿tengo los recursos?

Llenó el vaso con extracto de coraje y lo bebió. Intentó levantarse cuando escucho la voz de dos mujeres que muy cerca, en un escalón, dijeron ¡taquito nos quedamos con usted!

Taco sonrió y las miró a los ojos.

— Es un gran gesto, lo más hermoso que me han dicho hoy. Hacen que me sienta feliz.

— Sigan caminando, busquen ayuda, aquí me aguanto.

— Sí. —Respondieron.

— ¿Y, a quién pedimos ayuda?

— En el camino encuentran la casa del dueño de la finca, él sabrá que hacer.

La misión encomendada, inspiro de tal modo a las dos mujeres, quienes no corrieron porque en tal cuesta era imposible, pero la determinación les puso alas.

……..

Llego el peón de finca, fortachón. Calzaba perfecto en el contexto, diseñado para subir y bajar con cargas pesadas por esos «trillos» de Dios.

— Amigo, ¿cómo se siente? ¿Qué? ¿Le duele todo? Lanzó las preguntas a quemarropa, mientras inspeccionaba a Taco, calculó el peso y tamaño con un saco de elotes tiernos listo para las «chorreadas»; parecido al canasto del abuelo de dos cajuelas con café recolectado recientemente; a la amarra de leña de guayabo para el fogón de los frijoles. Midió la carga, y sin preguntar, prosiguió:

— ¡Escuche! ¡Las cosas son fáciles o difíciles! ¿Quieres las fáciles?

— ¡Diga usted! — inquirió Taco —

— De vez en cuando a los viajeros de por esos sitios les suceden «arratonamientos», ¿verdad?, pero es peor la «ortiga» del gusano ratón, las orugas peluche en los cafetales, ¡dan unas secas! pero se quitan a los días con embarrarse manteca de chanco caliente donde pico la oruga y tapar con hojas de reina de la noche. ¡Receta de la abuela!

— Lo voy a cargar a las espaldas — dijo con autoridad el joven—.

— Olvídelo —dijo Taco—. Soy demasiado pesado para subir cargado.

— ¿Por qué? He subido cargas más pesadas toda la cuesta.

— ¡Que dices! — rió Taco — ¿queda otra opción? «déeemole».

— « ¡Agarrese!»

El fornido campesino de un tirón lo subió a su espalda, como lo hacía con tantos sacos de yuca que había cargado por aquellas cuestas. A «caballo», la carga y el cargador fundieron su existencia, eran el milagro de dos hierros calientes en la fragua. El corpulento muchacho escaló como un animal salvaje; en la cuesta el toro «maisol» bufaba. Un tornado, de joroba prominente, quebraba los arbustos. No hubo escalón que rechazara al pie del hombre, marcaba un surco y una huella perenne.

Terminada la subida, llegando a un llano pequeño, la carga «pelo los ojos» aferrado como un perezoso a las ramas del guarumo, tieso del asombro y alegre del rescate.

— ¡Ah! ¡Oh! — exclamó Taco admirado.

— Espere aquí, voy a conseguir una bestia para llevarlo —dijo el peón…

Taco llegó de noche al lugar donde lo esperaban sus compañeros, caminaron un tramo alumbrados por la luz de un teléfono. De camino, en una casa donde realizaban un sepelio, el buen corazón de la gente de campo, dio refugio temporal y alimentos al contingente, porque lo que tenían en el estómago era el agua de la catarata. No faltó un buen samaritano con una linterna de cuatro pilas que alumbraba hasta Limón.

Por supuesto no faltaron los «madrazos» del chofer de la «chemis»: tenía restricción vehicular y las diez de la noche pasadas «olían» a parte. Los caminantes, quienes habían salido de la casa a las cinco de madrugada, a las once de la noche a penas estaban llegando a Turrialba..

Autor: Renier GAMBOA